Los exploradores tropezaron con la aldea roja, propiedad de los dioses, donde residía el corazón de un dios desconocido en forma de fuego.

No hubo problema para extraer la flama de la tumba de piedra. Solo se sobresaltaron al presenciar la caída de algunos de ellos sobre el fuego, pues sus ropas y su piel no se quemaban, solo se levantaron para que los demás comprobaran la mansa calidez que irradiaba aquel elemento mágico. Intentaron, de inmediato, replicarlo con otras antorchas, pero resultaron vanos los intentos.

Tampoco hubo maldición, trampa o muerte –una facilidad muy extraña para ellos, acostumbrados a los riesgos –que arruinara su traslado a la capital.

Sin mirar atrás, salieron de la aldea roja y llegaron a una ciudad cercana. Una vez ahí, demostraron la cualidad mágica de aquel fuego y quisieron compararla con el fuego ordinario. De esto último, los expectantes miraron a los exploradores con lástima, porque ellos ya conocían ese fuego y al parecer los exploradores no se habían percatado de la realidad. Los exploradores no pudieron encender el fuego por cuenta propia, como si el fuego ordinario hubiera desparecido de su mundo. Sospecharon que el fuego que habían descubierto tenía toda la culpa.

__Regresen a la tumba donde encontraron el fuego –dijo uno de los expectantes.

Los exploradores renegaron del fuego descubierto. Lo llenaron de vituperios. Creyeron que si, aquel fuego intimidaba al ordinario, debía de tratarse de un fuego maldito, por lo tanto, debía ¿devolverse al lugar donde pertenecía.

Cuando los exploradores llegaron a la tumba de piedra, se percataron de que la tumba no estaba vacía. Varios cadáveres, sus propios cadáveres, incinerados la habitaban desde hacía tiempo.

Solo así comprendieron lo que los expectantes ya habían comprendido: ellos nunca habían trasladado al fuego, sino que el fuego los había trasladado a ellos.


De "Microficciones", Adolfo Flores