📚Sinopsis:
En
este libro de relatos interconectados, Adolfo Flores nos conduce por un
archipiélago de islas donde lo real se disuelve en lo mítico, y donde los
hombres, las criaturas y las divinidades se confunden en una danza de memoria, exilio
y transformación. Criaturas que mudan de piel, cazadores que renacen como
bestias, guardianes que olvidan su origen y mapas que no señalan un lugar, sino
un momento: La piel extraviada es un descenso poético hacia lo ancestral, lo
prohibido y lo olvidado.
Con
una prosa lírica y poderosa, el autor construye un mundo de mitologías nuevas
donde cada relato es una cicatriz en la historia de los que fueron humanos y
dejaron de serlo. No hay certezas en estas páginas: solo visiones, cantos,
metamorfosis y la persistente sensación de que, alguna vez, todos venimos de
otra piel.
Un libro para quienes disfrutan de la fantasía literaria, el realismo mítico y los relatos que interrogan el alma desde territorios imaginarios, pero profundamente humanos.
***
PRÓLOGO
Soy
Aenor, el que no heredó tierras ni oro ni una casa donde envejecer. Lo que
recibí fue un cofre de madera carcomida, un testamento sin firma y un mapa
viejo, un fragmento que parecía hecho de piel. El testamento no tenía fecha,
solo unas palabras que aún hoy me arden en los huesos: “Ven a mí y serás
hermano del tiempo”.
No sabía de qué hablaba, pero una sustancia
dentro de mí se movió apenas toqué ese mapa. Al final, no supe por qué emprendí
el viaje. Creo que fue como un hechizo, uno que se apropiaba de mi voluntad. En
esa piel aparecieron trazos extraños, no parecían los dibujos que haría un
hombre primitivo en las paredes de una cueva. Había símbolos y dibujos de
criaturas que yo creía parte de canciones viejas o cuentos de fogata. En el
reverso, vi un dibujo de la luna: no blanca, no plateada, sino roja, como según
ciertas historias antiguas se mostraba cuando las criaturas salían a la
superficie.
No sé si fueron días, meses o años, pero seguí
muchos caminos. Atravesé aldeas que apenas recordaban su origen, ríos que
susurraban en lenguas muertas, montes donde los animales evitaban hacer ruido.
El aire se espesaba a medida que me acercaba. Los árboles eran más altos, pero
no daban sombra. Todo parecía observarme desde un tiempo detenido.
Entonces lo encontré.
Era un hombre, confundido en una cueva, o un ser
que había sido hombre. Sentado entre raíces secas, su piel no era piel, sino
corteza quebrada. No tenía olor, ni aliento, ni sombra. Pero hablaba. Y su voz parecía
no venir de su boca, sino de algún lugar detrás de mis pensamientos.
—He sido guardián y prisionero —me dijo—. El mapa
no era mío. Solo lo escondí donde nadie lo buscaría.
Y sin gemido ni dolor, se dio la vuelta y me
mostró su espalda. Le faltaba un pedazo de piel. Era la pieza que faltaba para
completar el mapa. Entonces entendí que lo que yo tenía en mis manos no era un
mapa, sino un fragmento de su piel antigua. El pedazo de piel reaccionó como si
esta cobrara vida y se unió a la piel del hombre, cicatrizando rápidamente.
Recién ahí entré en cuenta que este ser estaba atiborrado de cicatrices
—Yo soy el mapa y no señalo un lugar —susurró—.
Señalo ...
Sin darme cuenta, el hombre me tenía sujeto con
su mano. Sentí un pulso que se desprendió de él, como si una membrana vieja se
rompiera. No supe qué había cambiado, solo que había cambiado. Las hojas de los
árboles se detuvieron. El viento dejó de tocarme. El mundo pareció alejarse de
mí, como si ya no le perteneciera del todo.
El hombre no murió. Se deshizo en silencio. Yo
quedé solo. Pero no tuve miedo. Supe, sin entender cómo, que él seguía en mí.
Desde entonces, puedo ignorar el hambre. Las estaciones me rozan sin herirme. A
veces me olvido de cuántos inviernos han pasado. Ya no sueño. Solo recuerdo.
Y los recuerdos no son míos. Son estos relatos.
Los que estaban en ese mapa. Historias de criaturas que se creían extinguidas o
jamás nacidas. Lugares que no figuran en los mapas del mundo, pero que existen
en las grietas de la memoria. Lo que me entregó no fue un camino, fue una
herencia que no puede pesarse ni contarse. Una llamada que me transformó.
Lo que me entregó fueron sus memorias en forma de
recuerdos que aparecen en sueños. Yo solo fui el recipiente. El último. Tal vez
el primero. Ya no importa. El tiempo, desde entonces, se ha vuelto otra cosa.
*
EL SECRETO DE LOS ZUKRIOS
Cuando
cayó la noche, el Zukrio —esa criatura de piel iridiscente como agua quieta
bajo el sol— posó sus garras sobre la isla. Eran largas, negras, de una
curvatura elegante, como ramas antiguas y poderosas. De pronto, el sueño se
disipó de mi cuerpo y me permitió ver con nitidez sus pasos en la orilla. ¿Cómo
era posible estar despierto, si la luna roja seguía incrustada en el cielo?
Siempre que el sol se ocultaba, la isla nos cubría con un sopor ineludible, una
especie de hechizo del que no podíamos huir. Sin remedio, cada noche nos arrastrábamos
a las cuevas, derrotados. El sueño era un peso invisible sobre nuestra piel,
como una red de niebla que nos vencía sin lucha.
Nunca nos equivocamos al pensar que éramos los
únicos a quienes se les prohibía la vida nocturna. Sin embargo, esa noche, la
isla había cambiado.
Rápidamente eché arena sobre la hoguera para no
llamar la atención del Zukrio. Su andar era solemne. Uno a uno, desperté a mis
hermanos. Ellos también se habían liberado del hechizo.
Al mirarnos, todos estábamos igual de atónitos por estar despiertos en plena
noche. Nadie decía una palabra. Solo escuchábamos el crujido lejano de la
criatura moviéndose entre las piedras húmedas.
Desde que tenemos conciencia, sabemos poco de la
isla. Solo que es vieja como el cielo y que actúa como si tuviera voluntad. Nos
mantiene fuertes, sí, pero a cambio nos impone reglas que nadie ha comprendido
del todo. Nos gusta recorrer sus caminos y ver a los Zukrios que la visitan en
grupo. Cuando llegan —siempre durante el día— traen consigo una belleza
inalcanzable. Bajo la luz solar, sus cuerpos parecen hechos de minerales
líquidos. Cada escama de su piel refleja los colores del cielo. Sus ojos son
grandes, ovalados, sin pupilas, pero con un brillo interno que parece observar
más de lo que muestra. Son el doble de altos que nosotros, y hay una presencia
en ellos que no se parece a ninguna otra criatura.
Pero no era solo su forma lo que nos fascinaba.
Los Zukrios eran inmortales. Lo sabíamos porque los habíamos visto caer en
combate entre ellos, retorcerse, sangrar, incluso arder. Y, sin embargo,
siempre se levantaban, como si la muerte no tuviera autoridad sobre su
existencia.
Una vez, un enjambre de insectos carnívoros intentó devorar a uno. Le
arrancaron parte del lomo. Pero unas horas después, lo vimos caminar de nuevo,
con su piel regenerada, brillante, perfecta.
Por eso, ver a un Zukrio solo, de noche, nos
pareció un signo. Un misterio que no podíamos ignorar. No hizo falta explicar
lo que habíamos visto. Mis hermanos salieron de la cueva y me siguieron.
Caminábamos en fila, como sombras silenciosas, como si estuviéramos asistiendo
a un ritual ancestral que estaba prohibido mirar.
El paso del Zukrio era lento y calculado. No
parecía huir. Quizá buscaba refugio o comida. Su andar tenía una cadencia que
hipnotizaba. Y entonces, sin aviso, comenzó su lamento.
El sonido era antiguo. Un canto profundo, sin
palabras, como si la tierra estuviera recordando vieja historias que el tiempo
quiso enterrar. Era tan bello como doloroso. Creí que el Zukrio estaba muriendo.
Era una idea absurda, sí, pero inevitable. Mencionarlo en voz alta habría sido
una blasfemia. Si nos oía, podía desatar su furia sobre nosotros. Pero parecía
ignorarnos. O aceptarnos.
Entró en una cueva vacía. Allí, se dejó caer como
si le hubieran arrancado la voluntad. Su lamento creció hasta llenar la noche
entera. Nosotros, paralizados por la inquietud, solo supimos encender un poco
de fuego. No por nosotros, sino por él. O ella. O eso.
Entonces, lo que sucedió cambió nuestra vida.
Su cuerpo comenzó a estremecerse con pequeños
espasmos. Se encogía y se expandía como si estuviera vaciándose. Luego vino un
llanto distinto, más agudo, más nuevo. El Zukrio había dejado de cantar.
Nos acercamos. Nos asomamos.
En el suelo, junto a su cuerpo, había un pequeño
ser. Frágil. Palpitante. Lo rodeaba un vapor tibio, como si la cueva misma lo
protegiera. Su piel brillaba con un resplandor más suave que el del Zukrio, más
parecido al nuestro. Tenía párpados cerrados, dedos minúsculos, labios que se movían
buscando el calor.
Nos miramos unos a otros. Estábamos confundidos.
Fascinados. ¿Un Zukrio había... parido? El Zukrio entonces nos observó. No con
amenaza, sino con resignación. Como quien entrega un legado que ya no puede
ocultar.
Pensamos que se llevaría al nuevo ser, pero no lo hizo. Solo lo lamió con
ternura, cantó una vez más a la luna roja, y se marchó de la isla sin volver la
vista atrás.
Después de su canto, tomé al niño en brazos.
Y desde esa noche, el peso del sueño se disipó de nuestra piel. Pudimos caminar
bajo la luna roja sin caer rendidos.
El nuevo habitante, nacido del Zukrio, se volvió uno de nosotros. Encendimos el
fuego y lo rodeamos en silencio. Su piel era la nuestra. Sus ojos eran nuestros
ojos.
Y entonces lo comprendimos.
LA NUEVA PIEL
Nada
pudo hacer Garuz para contener su deseo de volverse cazador. Aunque desconocía
lo que había bajo su piel, sentía que dentro de él habitaba un animal salvaje
que lo impulsaba a creer en su destino: podía volverse cazador. Por eso, tras
desobedecer al gran anciano —antiguo cazador de la isla y sobreviviente de
muchas noches sin luna—, asumió que la oscuridad sería una aliada perfecta y lo
mantendría a salvo.
—Pero te falta la piel de la noche —le dijo el
anciano alguna vez—. Sin ella serás presa fácil de las criaturas que visitan
esta isla.
Esa piel no se adquiría con habilidad o fuerza,
sino en la noche del nacimiento. Era un obsequio de los dioses. Si una criatura
salvaje ingresaba en la isla ese día, el recién nacido debía ser bañado en la
sangre del animal. Así se marcaba el destino de quienes serían cazadores, y
solo entonces podrían estar frente a una criatura salvaje sin ser vistos.
—También es una protección para la otra vida
—agregó el anciano—. Así que no puedes ser cazador.
Garuz se negó a creer en aquellas palabras,
hirientes como una daga, y pensó que la noche sería suficiente para camuflarse.
Craso error.
Para el animal fue demasiado fácil. No tuvo
tiempo de tomar su daga. Una vez entre sus fauces, solo se resignó a aceptar su
fin. El dolor entró, y un humo casi imperceptible brotó de su cuerpo y se
mantuvo en el aire unos instantes. Era Garuz, que se dirigía al mundo de los
muertos. Al percibirlo, la bestia aulló como si quisiera mostrarle la senda de
su destino. Garuz se sintió arrastrado por el aullido y se dirigió a la orilla.
—El canto de estas criaturas —explicaba el
anciano— muestra el sendero a los muertos. Es como un regalo, una manifestación
de la piedad de los animales, que ayuda a los cazadores a subir a la barca que
los lleva a una isla lejana. Es como si el canto fuera una ofrenda para el
barquero.
Eso solo ocurría gracias a la piel de la noche,
pero Garuz no la tenía. Sin embargo, al llegar a la orilla, descubrió una barca
meciéndose en el mar, con una figura misteriosa sobre ella. Aunque no tenía la piel
de la noche, el barquero de los relatos estaba frente a él.
“Se equivocó. No era necesario el rito de
iniciación”, pensó Garuz.
Aliviado, subió a la barca. El barquero no le
prodigó palabra ni mirada alguna. Garuz quiso acercarse, pero el barquero se alejó
un poco, como si le tuviera miedo. Solo entonces se percató de que su cuerpo
era como el humo de las hogueras de la isla. Se miró las manos y volvió la
vista atrás. La isla, que había sido su hogar, ya no existía.
No sintió el momento en que la barca encalló, ni
cuando el barquero lo abandonó en la isla desconocida. De súbito, la arena le
otorgó una nueva forma corpórea: una nueva piel para Garuz que le permitió
pisar la isla. Intentaba recordar si lo ocurrido formaba parte de la sabiduría
transmitida por los ancianos, pero no lograba hallarlo en su memoria. Dudó si
estaba empezando a olvidar, o si la sabiduría de los ancianos no era tan vasta
como solían presumir.
Comenzaba a comprender que la versión de los
sabios estaba incompleta. Lo que tenía ante sus ojos —sus nuevos ojos— no
parecía la isla de los muertos, sino un bosque invadido por la oscuridad, la
niebla o quizá alguna criatura salvaje. Quedarse en la orilla podría ser
peligroso, así que decidió buscar refugio en el corazón del bosque.
Descalzo, Garuz se adentró. Notó de súbito el
cambio. Era como si pudiera sentir la isla: cada árbol, roca, cueva, habitante
o criatura. Solo necesitó unos instantes para hacer el primer contacto con
otros habitantes. Otros como él, podía jurarlo.
Los vio vestidos de pieles, disfrutando de la
carne alrededor del fuego como si nada los perturbara. Incluso cuando estuvo lo
suficientemente cerca, no se inmutaron ante su presencia. Solo entonces fue
consciente de su desnudez.
Era desconcertante. Su presencia no provocaba
reacción alguna. Los nativos eran imperturbables. La noche se acercaba y
ninguno parecía alarmarse por la posible presencia de depredadores. No había
guardianes custodiando la noche. No había dagas, flechas ni rocas. Nada para
defenderse. Tal vez, si era la isla de los muertos, no las necesitaban.
El fuego de los nativos podía sentirse en su
nuevo cuerpo. Su boca saboreaba la carne; sentía otra vez un poco de frío. Era
el fuego y la carne, pero otro fuego y otra carne. Otro cuerpo que la isla le
había otorgado.
Los nativos seguían sin notar su presencia. Sabía
que podían verlo, pero por alguna razón lo ignoraban, así como ignoraban el
canto de la noche que poco a poco se acercaba a la horda. Era niebla disfrazada
de noche, y más niebla que se acercaba lentamente.
Y sin verlo venir, un nativo se acercó. Apareció
como una sombra, un hijo de la niebla. Lo miró detenidamente, lo olfateó, y le
puso un dedo en el cuerpo, como comprobando que existía. Se acercó a su rostro
y susurró:
—Pronto te acostumbrarás al cuerpo que te dieron.
Y se fue sin decir más.
¿A qué se refería el nativo? “El cuerpo que te
dieron”, eso había dicho. Ninguna divinidad lo había recibido en la orilla,
ningún dios, ningún guardián de la isla de los muertos. Tampoco tenía la
certeza de estar en aquella isla sagrada de la que hablaban los ancianos. Solo
le habían dado ese cuerpo que aún no comprendía.
Podía sentir la isla, cada elemento. Podía sentir
la niebla y a los depredadores acercarse. Quiso advertir al nativo, pero este
ya se había perdido entre la horda. Había mujeres y niños. Si no se marchaban
pronto, serían carne para los invasores.
Podía sentir que los depredadores avanzaban con
cada paso de la niebla. Así, nadie escaparía. Los gritos eran inútiles: nadie
lo escuchaba. Huir. Solo pensaba en huir. Estaba en un mundo desconocido y no
quería descubrir lo que vendría. Pero su espíritu ganó la batalla. Se quedó a
luchar. Si los animales salvajes llegaban, él estaría ahí para proteger a la
horda. Era su instinto.
Pero no eran criaturas las sombras que surgieron
de la bruma. Eran nativos cazadores, armados hasta los dientes, desorientados y
completamente aterrados por lo que pudiera pasarles. Quiso ofrecerles ayuda,
pero levantaron sus dagas y lanzas contra él, como si fuera el enemigo. Debía
ser la niebla, no solo capaz de atraparte, sino de crear visiones en una noche
sin luna.
Entonces escuchó el rugido de criaturas a sus
espaldas. Por un momento creyó que ya habían rodeado y devorado a la horda.
Pero no era así. En vez de horda, había una manada de criaturas, salvajes y
hambrientas, dispuestas a devorar a los cazadores.
Quiso unirse a los nativos aterrados, pero de
golpe lo sintió. Su nuevo cuerpo comenzó a cambiar. Se quebraba, se destrozaba
a sí mismo para abrirle paso al monstruo. Era tan doloroso como si lo devoraran
otra vez, como si agonizara nuevamente en las fauces de otro animal.
Unos ojos rojos reemplazaron los suyos. Su boca
se abrió hasta que las fauces inclementes de un animal emergieron en la noche.
Las garras y la piel completaron la transformación. Era su instinto.
Sin poder controlar su deseo inexpugnable de
cazar, fue el primero en atacar a los cazadores.
Nada pudieron hacer para contener a los animales.
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